E la nave va!
Asomado a un puente célebre de Venecia, de noche, desahuciado por la vida y a
punto de saltar sobre el canal, me sorprendió de repente escuchar a lo lejos
unos alaridos descarnados.
La niebla hacía
real lo irreal, irreal lo real, no sé si podéis concebirlo. ¿Podéis, al menos,
escucharlos? ¿O es que empiezo a escuchar voces como dice que hacen los locos
antes de perderlo todo? ¿O es la voz de Dios que, finalmente, ha decidido
manifestarse, resucitar, aunque sea en la forma de un idiota?
No, no soy yo,
son ellos. O mejor Ello. Y entre la cortina brumosa de la noche se va dibujando
poco a poco una luz creciente al fondo del canal. Y la luz temblorosa se
convierte en barca navegando a la deriva. Los alaridos hielan el corazón, hacen
que cada latido se ahogue en una angustia silente, inefable, insondable.
Lo que vi sobre
la barca no puede ser descrito. Está más allá de toda explicación. Sólo la
resurrección de los muertos en el Día del Juicio Final podría compararse. Cierro
los ojos, pero la barca sigue allí, en mi cabeza: seres humanos y no humanos se
confunden en una orgía sin sentido, gritos de hígados desgarrados, perlas
ensangrentadas, risas sin fin que brotan de bocas oscuras sin fondo llenas de
colmillos.
Todo lo que
diga será poco, nada puede describir el infierno. Por eso al mismo tiempo que
lo observo, como Ulises al oír el canto de las sirenas, siento que algo me
llama hacia la nave sin rumbo, hacia sus tripulantes enloquecidos.
Y cuando la
nave pasa bajo el puente, salto.
Francisco Lorente
Magnifico!
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