No dejaba el
general, solo en las planicies socarradas de Anatolia, de perseguir su
ejército. Los jenízaros fugitivos habían jalonado el terreno de pistas en su
frenética marcha y él seguía el rastro al paso en un pobre jamelgo cansado, sin
apresurarse nunca pero deteniéndose jamás.
El general, hombre jocoso y amigo de
la jarana en su juventud, había cambiado mucho. El viento del desierto había
secado los jugos de su carne y cuarteado su rostro. Lo había vuelto crujiente.
Frágil. Enjuto. Casi cadavérico. Y la traición... La traición había hecho de su
boca un tajo hendido en piedra. Ya no comía. A veces soñaba con genios mágicos
que le ofrecían pan, jamón y otros manjares pero de día escuchaba indiferente
el crujido de las cajas de víveres vacías. Tampoco bebía ya, él, que había
envejecido mano a mano con jarras de ginebra barata en los malos tiempos y
copas de buen jerez en los pocos buenos. Su lengua era un estropajo y no le
quedaba ni una gota que sudar, y el rumor milagroso de un manantial en el
desierto no lo había impulsado a adentrarse entre las flores de ajo silvestre
para llenar su cantimplora.
Al
general tan sólo lo sostenía una obsesión: alcanzar a un ejército de jenízaros
traidores que lo habían abandonado en aquella tierra extraña y rojiza. Digno
jinete de un jamelgo agotado, proseguía su viaje quijotesco por las llanuras
jaspeadas de Turquía, bajo un sol de justicia que bien podía competir con el de
la Mancha.