domingo, 16 de junio de 2013

En clave de jota

         No dejaba el general, solo en las planicies socarradas de Anatolia, de perseguir su ejército. Los jenízaros fugitivos habían jalonado el terreno de pistas en su frenética marcha y él seguía el rastro al paso en un pobre jamelgo cansado, sin apresurarse nunca pero deteniéndose jamás.

            El general, hombre jocoso y amigo de la jarana en su juventud, había cambiado mucho. El viento del desierto había secado los jugos de su carne y cuarteado su rostro. Lo había vuelto crujiente. Frágil. Enjuto. Casi cadavérico. Y la traición... La traición había hecho de su boca un tajo hendido en piedra. Ya no comía. A veces soñaba con genios mágicos que le ofrecían pan, jamón y otros manjares pero de día escuchaba indiferente el crujido de las cajas de víveres vacías. Tampoco bebía ya, él, que había envejecido mano a mano con jarras de ginebra barata en los malos tiempos y copas de buen jerez en los pocos buenos. Su lengua era un estropajo y no le quedaba ni una gota que sudar, y el rumor milagroso de un manantial en el desierto no lo había impulsado a adentrarse entre las flores de ajo silvestre para llenar su cantimplora.


            Al general tan sólo lo sostenía una obsesión: alcanzar a un ejército de jenízaros traidores que lo habían abandonado en aquella tierra extraña y rojiza. Digno jinete de un jamelgo agotado, proseguía su viaje quijotesco por las llanuras jaspeadas de Turquía, bajo un sol de justicia que bien podía competir con el de la Mancha.

Raquel G. Osende

Ojalá los jinetes

Ojalá los jinetes hubieran llegado a Jerez, y no se hubieran alejado con sus hijos y mujeres y otros jóvenes a ver a su majestad dibujando en una hoja grande el mejor panorama de Aranjuez sobre el cual nunca se han fijado los ojos de los castellanos embrujados por estos dibujos. Los jinetes siguen jugando en los jardines de su majestad en Aranjuez, junto a sus mujeres e hijos jóvenes. El cielo jugaba con ellos, dejando creer que nunca los juzgaría por sus juegos infantiles. Pero el destino no juzgaba así. No dejaba jugar a estos ‘embrujados’ cuyos ojos fijos en sus juegos, juegan con hojas frágiles.



Alison Jane Bell